Astuto sin igual, líder del mejor cuerpo de lanzadores que coincidió jamás en Pinar del Río, su feudo de siempre, su casa, esa a la que llegó cuando apenas era la olvidada Cenicienta para investirla con el nobiliario título de princesa. Todo a costo de entregarse, de poner el pecho tantas veces, o quizá no tantas, porque Juanito fildeaba lo que el resto prefería bloquear.
Era un espectáculo verle moverse dentro de un terreno de béisbol. Movía su envergadura de gigante con tanta elegancia que impresionaba rivales y enamoraba todas las muchachas. La gracia innata para la receptoría le acompañó siempre, incluso cuando amenazó con ser lanzador.
Receptor de los pies a la cabeza, Juan Castro empleó cada hueso de su cuerpo para ser el mejor, cuando otros levantaban la testa buscando algún extraviado fly, él sabía dónde estaba con sólo escuchar el sonido quebrado del aluminio, lo ubicaba como un delfín encuentra su alimento en medio del océano y perseguía la pelota sin desvíos inoportunos.
Si alguna vez se pasó del lugar exacto de la caída del proyectil que intentó burlarlo, ahí se sacaba un truco de la interminable chistera, como aquel de atrapar la esférica de espaldas dejando boquiabiertos a todos y patentandolo para siempre en el anecdotario espectacular del béisbol cubano. Los aplausos nunca faltaron cuando jugaba, no se trataba del resultado sino de su magia.
Hombre hecho a la medida de toda circunstancia. Apacible como las aguas mansas para enseñar su arte en tantos lugares y volátil como un volcán en el ruedo. Capaz de aceptar con bríos la afrenta de Vargas y abrazarlo luego de las pasiones. Su mano de hierro terminó varias veces en el quirófano pero jamás se doblegó al dolor que provocaban las rectas encendidas de Rogelio. Un tipo duro al que le sobró en la mascota lo que pudo faltarle con el bate.
Se fue Juanito esta tarde de domingo con el más absoluto sigilo. Hecho para generar la euforia y el aspaviento no estaba dado a las despedidas. Por eso se marchó en silencio, se apagó sin hacer ruido. No aceptó irse rimbombante aquella vez que su corazón lo puso en tres y dos, todavía tenía ganas de comerse el mundo e increpar la amenaza de un árbitro, con razón o sin ella, pero con pasión.
Por eso esperó que bajara el telón de su obra, cuando ya no aturdía el torrente de los aplausos. Partió seguramente con la mascota en el jolongo, con su yelmo de alambrón y su armadura de algodones a jugar con la historia y nos dejó, junto al profundo vacío de su ausencia, la lágrima rabiosa por irse sin decir adiós.
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